martes, 28 de octubre de 2008

SILVIA FERRANTE




AMANSACRECIDAS

El hombre rema con el afán acompasado y hostil de un joven veterano. Sabe lo que hace.
Venencia Juárez se asoma y curiosea el lomo del río. El viento que había estado soplando durante toda la tarde revolea la cortina de flores descoloridas. Cierra la puerta. No anda lejos, piensa y se persigna. Parece animal dormido pero... viento del Sudeste, lluvia como peste, sentencia. Arrastra las piernas varicosas hasta el altarcito que tiene junto al catre y enciende la vela ya usada. No pido nada porque no me falta nada, sólo el asuntito del río, por lo demás, lo que no tengo será porque no lo necesito. Así es que, como siempre, agradecida.
La ráfaga insiste por la ventana y apaga la llama. Con este calor, es un puro infierno, pero mientras yo esté aquí, no se vendrá. Vuelve a encender la vela y a persignarse. Aquí estoy pues. Se sienta en la cama y da por terminado el rezo.
Venencia tiene aptitud, entre otras muchas cosas, para cortar el empacho y el mal de ojo, las gusanadas de las bestias y las penas del alma. Pero el motivo por el que los vecinos de las islas la respetan es su audacia para amansar las crecidas. Aunque para muchos sea sólo cuestión de casualidad.
Como su abuela y otras mujeres de la familia, ha heredado, según se dice, el don de las desventuras. A los hombres se los lleva el río, le había advertido la vieja, es astuto y avariento. Siempre encuentra la manera. A nosotras nos deja para gastarnos intentando domarlo. Bien sabía ella que a los hombres los trae el río, como a los camalotes, los amarra a la orilla por un tiempo y los arrastra otra vez, a donde quiera. También ha aprendido que rancho sin hombre sólo sabe a quebrantos y penurias. Seguramente por eso, y no por otra razón, se había marchado su madre mucho antes de que Venencia supiera de parentescos. La había arrastrado el río..., como a los hombres.... o detrás de uno.
En el esfuerzo por llegar a tiempo se tensan los brazos del que rema, las manos empuñan con furia las palas. La respiración se le entrecorta en el remolino de algún recodo. Pero avanza, lo aguijonean los reiterados fracasos.
Los primeros gotones que rebotan contra las chapas del techo desprenden una lluvia de polvo que flota dentro de la pieza por un largo minuto. Venencia levanta los ojos como si pudiera ver más allá del techado. De reojo echa una mirada a las imágenes del altarcito, casi un reproche. Apoya las manos sobre los muslos para darse impulso y se levanta resoplando. El destello del relámpago entra por las rendijas de la puerta y la ventana antes de que Venencia llegue a encender la lámpara. La oscuridad gana espacio. Jesús, María y José nos protejan, que no anda lejos.
Ahora sabe que es noche de estar en vela atendiendo al murmullo de la lluvia mezclado con el del río, y esperar. Esperar hasta que se acalle o crezca como rugido. Es que si el río baja enredado y remolón, es seguro que se prepara para remontarle arrastrando casas, cultivos, hombres, bestias, esperanzas y por qué no, hasta penas y alegrías.
Empuja con cada brazada contra la corriente hacia arriba desde la desembocadura. El hombre sabe que lo esperan. Debe llegar antes, antes.
Venencia comienza con los preparativos. Saca de una lata un puñado de hojitas de llantén y sauce, flores de caña de ámbar y érica desecadas y las tira entre las brasas del fogón. Atiza el fuego con un palo. Arroja un chorro de agua de río dentro del caldero que reverbera e inunda la casilla en una espiral húmeda. Le agrega resaca de la maciega y tres gotas de un aceite de totora oscuro y maloliente. Después, exhausta, se estira sobre el catre. Viento, lluvia, olor, humedad, pesadez... zozobra.
El hombre brega con la certeza de que esta vez sí, llegará a tiempo...
Cuando el caldero comienza a hervir y el humo enrarecido se apelmaza contra el techo y la lámpara se opaca de hollín. Venencia para la oreja. Alguien amarró a la orilla, reflexiona mientras se levanta con dificultad tratando de llegar a la puerta. No había terminado de pensar que lo que había pensado era una locura, cuando por el senderito impreciso ve venir a un encapotado chapaleando barro y agua. Un rayo cruza zumbando el aire desde el vientre del río. Qué noche m'hijo para andar por ahí, ¿lo conozco?, pregunta la vieja aguzando los ojitos que se le esconden bajo las cejas espesas. Cómo no, doña, de toda la vida, le responde el hombre. Está bien, ahora me cuenta, pase nomás.
Pero no lo conoce, o lo que más la preocupa, no lo reconoce aunque cree saber con quién trata, y muy bien, porque de tanto oler aflicciones, Venencia ha aprendido a distinguir a primera vista la índole de la gente. No necesita mucho más para presagiar la calaña de este hombre que no le cae nada bien.
Siéntese nomás, lo invita mientras ocupa su lugar en el catre. El rancho es pobre pero... No se preocupe, es lo que menos me importa. El hombre de tez amarronada se sienta frente a ella en una sillita baja de mimbre tejido. En sus ojos verdosos se funden la espesura de la selva, el misterio de los recodos, el rumor animal de la jungla, el hechizo de la ciénaga. La mira fijo, casi desafiándola. No vas a poder Venencia. Esta vez no. Más que un presentimiento, es una voz acicateándole el ánimo.
Ya he sufrido todo lo que es posible sufrir en esta vida, dice Venencia y un retortijón en el centro del pecho la inclina hacia adelante, usted no me asusta. Los ojos del extraño se amansan cuando le dice, creo que sí, y mucho más de lo que los dos creíamos... A qué ha venido pues. Usted lo sabe mejor que yo doña, esta vez llegué justo a tiempo ¿no es cierto? No, no es cierto, ya lo verá. Al tratar de incorporarse Venencia siente las rodillas como de arcilla fresca. Se levanta con una fuerza que no sabe de dónde le viene, mientras de reojo vigila al hombre. Pero se sorprende porque él la observa inmóvil, sin detenerla. La aterran los ojos ociosos, la sonrisa indiferente que deja entrever un par de dientes blancos y densos, la voz sosegada. Ya ha sido suficiente vieja, usted lo dijo, demasiados años, basta ya, descanse de una vez, ¿no ve que no puede seguir deteniéndome?
Sin embargo, extremando sus fuerzas, la vieja toma el caldero. El asa ardiente mortifica la mano curtida. Trata de levantarlo pero pesa más que nunca. Entonces lo arrastra hasta la puerta, la abre y la lluvia lenta le golpea la cara, se le cuela por el cuello, pero no se detiene.
El desconocido la sigue con la mirada, sin moverse. Serpenteando y a gatas la mujer avanza por el sendero sin sendero. Ya está a un paso de la ribera, ahí nomás, estira el brazo, se aferra a los juncos... Pero la bestia ruge, de un salto se le adelanta y se monta al lomo del río. La vieja no consigue llegar a la orilla, ni verter la calma de su caldero en la corriente turbulenta, ni aplacar la crecida porque antes de que el río desborde, Venencia estará muerta.



SILVIA FERRANTE (Villa Ballester, Provincia de Buenos Aires, Argentina, 1949). Narradora y poeta. Periodista. Ha publicado el libro de cuentos “Conjeturas” (Editorial Botella al Mar, 2003). Es columnista de “La Palabra”, periódico quincenal del Partido de San Martín, y colaboradora de la revista “Ser en la Cultura”. Ha publicado gran número de cuentos cortos en revistas literarias y antologías.

Distinciones obtenidas por diversas obras:
• Primer Premio, Concurso de Narrativa y Poesía, UBA, 2001.
• Primer Premio, Revista Plagio, Concurso Nacional, 1997.
• Primer Premio, Revista Las Letras, Concurso Internacional, 1997.
• Mención de Honor Concurso Nacional de Poesía y Cuento, SADE, 2001.
• Premiada por el Rotary Club de Rojas, 2000.


zoppi@ciudad.com.ar


No hay comentarios: