sábado, 26 de julio de 2008

ADRIÁN CARLOS RODRÍGUEZ


EL ESTUDIANTE

¡Desdichado de mí!
Al prado me volví de los mortales.
Empédocles

–Querido pedazo de cascote, quisiera ser como vos. Haber nacido humano es lo peor que podía pasarme. He llegado a esta conclusión por mí mismo; aun así, deberá tratarse de una opinión verdadera, dado que, si fuera conocimiento me habría suicidado.

Haciéndose de algún alimento, prosiguió:
­–Acá, ahora, engullendo una empanada de acelga, veo en esta lóbrega fiesta muchas almas embrutecidas. ¡Que patético! Estas escenas no hacen más que causarme ternura. Es evidente la excesiva candidez, la falta de agudeza contenida en cada uno de los presentes. Por otra parte, te observo tan perenne, ¡tan sin vida! Yo en cambio estoy sujeto a las limitaciones propias de quien soy. También, en calidad de asalariado, debo obedecer a unos seres de contextura anatómica parecida a la mía. Levantan el tono de voz si no cumplo con lo pedido, me amenazan y consumen para sus fines la mayor parte de mi tiempo. Ellos, esos ciegos perversos que son de una forma u otra, tan esclavos como yo.
En esa noche de plenilunio, no se oía ni el cantar de un grillo ni el sublime aleteo que pro
ducen las cucarachas al cruzar el firmamento; oíase en cambio una voz estentórea y enojosa.
Descendió la temperatura y comenzaron las lluvias. Razón por la cual, los demás, corrieron a sus habitaciones tumultuosamente, dejando tras de sí, vasos y platos hechos trizas. Sin embargo, Miguel Angel pareció no notar esa ridícula huida, continuando así con su exposición:
–¡La insanía!, no pude evitar que acaezca en los diferentes momentos de mi existencia. Esta, permanece en nuestro derredor y nos amedrenta a bofetadas, hasta que un día se rebela en todo su esplendor, proveyéndonos de una estocada rápida y final; esto último, si no prefiere someternos a una larga agonía.
Acercándose al escombro, dijo:

–¡Siempre seré un lego!, porque tampoco puedo conocerlo todo y ello grande angustia me causa. Pero, he de sentirme aún más abrumado, falta que se me coloque una insoslayable corona: la del olvido.
Inclinando su cabeza en dirección al desecho, expresó:
–¡Mas no hay posibilidad de enmendar los execrables productos de mi imperfección!, me presento impotente ante los escupitajos del pasado.
Sacudiendo ahora la materia dura, manifestó:
–¡Las mujeres me han llevado al hastío!, siempre exigieron que tenga aquellas cualidades que nunca me interesaron. Hace largo tiempo dejé de frecuentarlas. Se perdieron en mí esos lascivos anhelos que tan sabrosa exultación me provocaban.
Lo había invadido un temblor. Con el semblante torcido continuó diciendo:
–¡Viva la misantropía!, niego la filosofía, la religión y la política. No logran erradicar los grandes males del hombre.
Menos Miguel Angel, todos los demás dormían. Cubierto con no más que un sayo movíase de lado a lado. Sus compañeros gozaban de la comodidad provista por los camastros, en cambio él, a la intemperie, observaba el siguiente cuadro: un espacio telúrico reducido, un c
ascote, recipientes rotos, acelga, masa dispersa, un árbol semimuerto del que salía una flor, una casa, el aguacero, cielo y luna borrosos, y a sí mismo entre cuatro muros de los cuales no vislumbraba el fin.
El neófito en asuntos filosóficos, sentándose sobre el barro, dispúsose a permanecer en silencio. Silencio breve. Levantándose bruscamente, con el rostro bañado en lágrimas cerró su puño derecho y, lleno de ira, elevándolo hacia los cielos, profirió:
–¡Maldita sea!, me han endilgado este pobre ser, este destino horrible del cual no puedo escapar: la enfermedad, la ignorancia, la irrevocabilidad del pasado, el desencuentro amoroso y la muerte.
Cansado, casi vencido, farfulló:
–No puedo evitar ser humano.
Había en el aire particular hediondez, densa bruma. Apareció una femenil figura, sin brazos y sin rostro. En ese momento, el joven recordó su niñez, un padre violento y una utopía: la muer
te de las limitaciones humanas, para subvercionar todos los valores, para poder crear un mundo propio…
Atropos interrumpió los pensamientos de Miguel Angel alargándole la mano.
Una flor marchita yacía en el barro.
El estudiante no había podido escaparse; ni siquiera, convertirse en el menor de los dioses.


ADRIÁN CARLOS RODRÍGUEZ. Nació el 4/2/1978. Reside en José León Suárez, Buenos Aires, Argentina. Es estudiante de la carrera de filosofía (UBA). Ecos Suarences, diario de José León Suárez, publicó en algunas ediciones de 1996 y 1997 historietas con guión y dibujos de su autoría. Desde principios de 2002, participa de las reuniones de la agrupación literaria Los Poetas del Encuentro de Villa Ballester. Ese mismo año obtuvo su primera Mención literaria en cuento, otorgada por el Ministerio de la Poesía de Floresta. En 2004, recibió un Primer Premio por su cuento El estudiante, otorgado por Telefónica de Argentina S.A. (certamen nacional para empleados de la firma). En 2006 y 2007, recibió Menciones en narrativa en certámenes organizados por la Editorial Baobab. Desde 2007 es socio de SESAM. Tres de sus cuentos (El estudiante, Amargor y La vendedora) le fueron publicados en antologías.
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