sábado, 10 de enero de 2009

MARÍA ROSA LOJO



FUEGUITO

La mujer tenía un fueguito en un lugar tradicional, común, de utilidades varias.
Lo usó para devorar.
Lo usó para guardar.
Lo usó para envolver con seda roja la fuerza de un hombre.
Lo usó para parir.
Lo usó para reírse con sonrisa de noche.
La mujer ha muerto, como todos los animales muy viejos. Está enterrada en un campo chico, donde duermen caballos bajo un cielo sin luces.
Pero un fueguito sobrevuela la noche de caballos dormidos.
Dicen que es la luz en pena de las ánimas.
Dicen que acaso es el alma de la mujer.
Pero solamente es el fueguito aquél, el del lugar común, tan fuerte como un alma, que alumbra, y alumbra.

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SEMEJANZAS

Como un salto de animales por la rueda de fuego, como una caminata mortal sobre una cuerda de viento, en equilibrio sobre una tierra cortada, en puntas de pie sobre un cuchillo de hielo que se va deshaciendo a cada paso.
Así, el poema.

(Del libro Esperan la mañana verde)



OJOS EN RACIMO

Mucho ven los ojos del que mira desde aquí. Lo que hay fuera, y lo que hay dentro de los hombres, ven. Las cosas con que se acompañan y las que les seguirán cuando ellos mueran. Ven la fatiga del cuerpo y el trabajo de la memoria, la mansedumbre de quien nada espera y por eso escribe, para no sentir que el tiempo pasa y rueda, ya son deseos, vacío.
Leer no sé las marcas que hace el viejo sobre el papel, tardo y prolijo, como si trabajara un tiento. Pero leo su cara. En la cara un tajo profundo llega desde la frente a la mandíbula; los ojos se le mueven sin fijarse en ninguna parte, desviados del centro del corazón, porque así –dicen– aprende a separar la mirada de su pensamiento el que ha vivido en el desierto, al acecho.
Desierto llaman ellos, los wincas, al mismo lugar que llamamos nosotros Mamuelmapú, el país del monte. Pasto y leña hay, algarrobos que dan fruto; el chañar y el caldén; sal para el caballo y el hombre, aguadas dulces donde la luna se hunde. Cantos y danzas hay, cultrunes y pifilkas y el taiel que sólo cantan las mujeres, para que no olvidemos que somos animales sagrados, sol y luna, piedra y tormenta, para que no perdamos el hilo de los linajes. Desierto lo llaman porque allí vivimos nosotros, la gente de la tierra, los que brotamos del suelo salitroso creciendo hacia el Oriente. Pasamos como el huracán sobre sus casas levantadas en la arena, alzando la hacienda y las mujeres y los hijos que no saben cuidar, porque también los han puesto sin amarras sobre el polvo que vuela. Pasamos y sólo somos viento y furia. No tenemos para sus ojos cara ni manos. Nos oyen desgarrados en un largo grito que viene desde mundos más antiguos que el suyo.
Él fue uno de nosotros, el hombre que escribe. Durmió a mi lado en el toldo, comió la comida preparada por mi mujer principal, bebió del mismo cuerno el aguardiente y la chicha. Él sabía que el desierto estaba lleno; él conocía el sabor de los pastos y el rumbo de los caminos secretos. Él estaba seguro bajo el Pillán que cabalga por la tierra azul, por la tierra de arriba y que los winkas llaman el trueno.
Pero no le daba paz su corazón dividido, aunque se hubieran mezclado nuestras sangres, y se creía solo cuando ensillaba el mejor caballo y avanzaba en la laguna para subir luego hasta lo alto del médano que le mostraba el paisaje de su pueblo. Y allí cantaba en nuestra lengua, la lengua de la tierra, hasta que se quedaba dormido y el padre Sol desaparecía en el reino del Oeste, alumbrando las almas de los muertos.
Él ocultaba la mitad de su corazón, pero sin malevolencia, así lo hacía como el sol se oculta, porque no puede vivir siempre del lado de este mundo que vemos. Él también entraba como entra el sol, en un país de muertos. No eran sino alwe, fantasmas, los seres y las cosas del pasado que veía en el médano. O él era el fantasma, el muerto en vida, para la madre y el hermano y las hermanas que habitaban del otro lado del Mamuelmapú, creyendo en el amparo de sus casas de arena.
Lo quise bien desde que llegó al toldo de mi padre, Yanquetruz, y bebió la chicha ritual jurando ayuda y amistad a cambio de asilo. Pero no pedía venganza y eso me gustó. La venganza socava la fuerza de los hombres como el río salido de madre carcome la pulpa y los huesos de la tierra. Se quedó entre nosotros, esperando en silencio, y en la primera invasión pedí su compañía. De aquí en adelante fue uno entre los nuestros, y cuando entró Rosas, para todos enemigo, sufrió la suerte común de la desdicha. Mis hermanos empezaron a morir, Rulco y Pailla los primeros, y él fue para mi padre otro hijo, y fue más para mí que los hermanos perdidos.
Con la derrota llegaron la enfermedad y el hambre de los que huyen, sin ganados ni sementeras. Él cayó inmóvil, durante meses, y quitamos el alimento de la boca de nuestros hijos para dárselo, y nuestras mujeres lo curaron con hierbas. También Yanquetruz, mi padre, enfermó luego, y él fue entonces su amparo y cabecera.
Nuestra historia se tejía con cuerpos abiertos bajo el sable o las lanzas, paralizados por el mal de los winkas, quemados por la fiebre. En aquel tiempo te cruzaron la cara con esa misma herida que te tiembla en el temblor de la boca cuando escribes y miras hacia la ventana donde no puedes verme aunque yo te vea. Llegaste tendido sobre el caballo, apenas sustentado por un niño.
Mi padre había muerto y yo estaba lejos, del otro lado de las grandes montañas, buscando refuerzos. Supe que socorriste a la familia dispersa, supe que anduviste cerca de los campos del Cuero, sin poncho ni bota de potro, sin la faja de colores del rico telar, ni sombrero con que tapar la cabeza, cubierto con un cuero de caballo entre las espinas del invierno. Lo supe todo porque te soñé. Soñé tu miseria y soñé también que otra vez nos veríamos sobre la tierra en los chañares del país del monte.
Y nos vimos y compartimos el botín de las campañas como antes habíamos compartido la desgracia. Pero nos faltaba afrontar la sospecha y temer uno de otro la traición. Celaban nuestra amistad, te envidiaban, porque siendo winka te habías hecho cacique. Rosas les puso la ocasión en el camino con falsas delaciones que te acusaban, y yo te enfrenté con ellas. Pero nada consiguió que dejaras de ser quien eras para mí. No sólo porque negaste todo, con el habla de quien dice la verdad, poniendo en línea recta la mirada, la voz y el corazón; no sólo por el valor, Lautramaiñ, que te mantuvo armado en tu propio toldo, esperando la muerte, cuando cualquier otro hubiera huido, no sólo por el llanto de las mujeres, que nunca fueron tus esclavas sino tus amigas. No te hubiera matado porque eras mi hermano que me asignó mi padre a la hora de morir y ni siquiera la traición hubiera podido desatar aquellos vínculos.
Pero vos eras cada vez más ajeno en el país del monte. Ni la riqueza ni el poder ni el cariño te retuvieron cuando se acabaron los días de Rosas y te llamaron los tuyos. Allí te fuiste, para conocer la desilusión y el recuerdo irreparable de lo que no vuelve, para que te llamaran traidor a tus espaldas y tus paisanos se acordasen de los malones que acompañaste más que de las causas por las que te fuiste.
Veinte años tuyos, Lautramaiñ, se quedaron latiendo en la mapú, veinte años de indio que ya no te perdonarán tus wincas porque para ellos sos más indio que cristiano, y ni siquiera en la cara, en el modo de hablar o caminar, te distinguen de nosotros. Pero supieron usarte bien. Fuiste el mejor intermediario, el mejor jefe de fronteras. Nos querías y te queríamos, confiábamos en vos. Nuestros hijos –así lo decías– se criaron con los tuyos, uno de los míos fue tu ahijado, y entre indios o cristianos lleva siempre tu nombre. No nos faltaste, Lautramaiñ, pero la paz que te mandan a negociar es sólo una demora de la agonía. Coliqueo, tu suegro, ya lo entiende antes que los otros, prefiere hacerse asignar tierras ahora, tener iglesia y vivir como winka.
Lautramaiñ, nos estás entregando sin darte cuenta. Hoy adelantan un paso la frontera, mañana otro. Les dirás todo a los que llegan a matar a los míos, aunque no sabés todavía de qué manera feroz han de matarlos –hombres, mujeres y niños– para que el desierto les quede, de verdad, vacío. Al coronel rubio y astuto que te pidió como baqueano –ese Roca que vencerá a Curá, la piedra– vas a revelarle nuestras costumbres y las aguadas y los caminos del monte y la cantidad de nuestros hombres, y las mañas del combate. Y sin embargo nunca habrás de ser winka otra vez enteramente. Ni siquiera ahora, cuando estás escribiendo para ellos tu vida en el papel, para que esa vida valiente quede en la memoria de los tuyos –una memoria tan floja que necesita de papeles y no es capaz de guardar en el oído la voz de lo que fue, siglo tras siglo–. Vos pronto habrás de irte, como yo, al país donde el Sol del Oeste ilumina la cara de los muertos. Y no sé si te irás como Manuel Baigorria, el coronel unitario, el gaucho de San Luis, o como Lautramaiñ, el cóndor chico, mi compadre, mi amigo. Porque ahora sí me estás viendo, posado sobre el revés de tu mano que escribe y no vas a matarme como lo haría un winka. Me mirás profundamente mientras una sola lágrima difícil te va mojando la herida seca, antigua. Me mirás a mí, el pullomen, la mosca azul donde vuelven las almas de los guerreros, como si supieras que es Pichún, tu hermano, el hijo de Yanquetruz, quien te habla desde mis ojos en racimo.


(El Francotirador Literario, noviembre 1993)



MARÍA ROSA LOJO (Castelar, Provincia de Buenos Aires, Argentina, 1954) Narradora, ensayista, poeta. Doctora en Letras. Investigadora del CONICET y profesora del doctorado en la Universidad del Salvador. Colaboradora permanente del suplemento literario de La Nación. Ha sido jurado del primer certamen nacional de novela “Municipalidad de General San Martín)” 2006. Ha presentado su último libro en San Martín, en un acto organizado por SESAM (1-12-2007).

Obras publicadas:
Novelas: Finisterre (2005), Las libres del Sur, Una mujer de fin de siglo, La Princesa Federal.
Editorial Planeta. Cuarta edición. 1998. Argentina.
Ediciones Planeta de Bolsillo. 1998. Buenos Aires. Argentina.
Editorial Planeta. Colección grandes éxitos de la novela histórica. 1999,. España.
La Pasión de los Nómades, Canción perdida en Buenos Aires al Oeste (1987).
Cuentos: Cuerpos resplandecientes. Santos populares argentinos (2007), Amores insólitos de nuestra historia, Historias ocultas de la Recoleta, Marginales (1985).
Ensayos: Edición académica de Lucía Miranda, de Eduarda Mansilla, por María Rosa Lojo y equipo (2007), Sábato: en busca del original perdido, El Símbolo: Poéticas, Teorías, Metatextos, Cuentistas Argentinos de Fin de Siglo, Tomos I y II – Estudio Preliminar, Editorial Vinciguerra. 1997, Argentina, La “barbarie” en la narrativa argentina siglo XIX (1994 ).
Poesía: Esperan la mañana verde (1998), Forma oculta del mundo, Visiones (1984).
Textos suyos han sido traducidos al inglés, al alemán, al francés y al gallego.
Se han escrito numerosos ensayos sobre su obra.

Distinciones:
Primer Premio de Poesía de la Feria del Libro de Buenos Aires (jurado integrado por Olga Orozco, Alberto Girri y José Isaacson), Premio del Fondo Nacional de las Artes en cuento (1985) y en novela (1986), Primer Premio de Poesía “Doctor Alfredo Ruggiano” (1990), Primer Premio Municipal de Buenos Aires “Eduardo Mallea” en novela y cuento, Premio Internacional del Instituto Literario y Cultural Hispánico de California (1999), Premio Konex a las Letras 1004/2003) y Premio Nacional “Esteban Echeverría” (2004).

http://www.mariarosalojo.com.ar

1 comentario:

Anónimo dijo...

Sobre "Ojos en racimo": Muy bueno, me gusta el manejo de los acontecimientos. De los sentimientos que maneja hacia el ser humano. De las metáforas tan llenas de vida, que hacen temblar. Te comento que estaba "apendejado" como se dice aquí en México, y me hizo reaccionar.
Es un cuento que me gusta y quedará para siempre en la memoria. La voy a leer nuevamente. Y la voy a releer varias. Gracias por retroalimentarme. Esto me motiva a seguir adelante en esta dificil tarea de la literatura.
Sixto Cabrera González (México).